A lo largo de la historia de la arquitectura se ha vendido la imagen del arquitecto como creador total, solitario y con capacidad de liderar un proceso sumamente complejo. Esta presentación del proceso se afirma ya agotada, y el arquitecto se presenta, cada día más, como un “Surfer” capaz de mantenerse en la cresta de la ola ante la presión de la economía, la política o la cultura; mientras hace hueco para las discusiones propias de la disciplina arquitectónica como la función, la expresividad o la luz.
La arquitectura se ve obligada a proponer soluciones dentro de ese magma de tensiones, a veces encontradas o en ocasiones convergentes, esto hace que la arquitectura se encuentre en constante evolución, buscando nuevos formas de proceder y mutando hacia nuevas composiciones e intervenciones estéticas.
Muchos de los proyectos inaugurados durante los últimos años confluyen en una reflexión, que por repetida, esta consolidando lo que puede ser una nueva vía de evolución de la arquitectura contemporánea. Este nuevo discurso se centra sobre el envoltorio de los edificios, sobre su cierre, la fachada, pero no al modo en el que lo hicieron los arquitectos suizos a finales de los noventa enunciando el concepto de “piel”, sino con la reinterpretación de la fachada como un elemento activo, vivo, que apoyado en las nuevas tecnologías de la imagen pueda transmitir efectos estéticos.
Esta carga expresiva de “los últimos centímetros” del edificio, viene acompañada de una recuperación del ornamento, un retorno ilustrado, dado que no se recupera como un adorno decorativo, sino dotándolo de una expresividad variable, capaz de transmitir sensaciones inherentes al propio proyecto arquitectónico.
La cuestión del ornamento no es un tema estrictamente contemporáneo, de hecho es un concepto en constante debate dentro de las disciplinas artísticas y por ende en la arquitectura. Si bien fue “life motive” del barroco durante el siglo XVII, fue proscrito por la arquitectura moderna cuando en 1908 Adolf Loos afirmó que el ornamento era delito, y pasaron más de cincuenta años antes de que alguien dijera lo contrario. Tendría que ser Robert Venturi, quien no estaba en realidad contestando al vienés, sino cuestionando el lapidario y aún popular «menos es más» de Mies van der Rohe, el que volviese a plantear la cuestión, poniendo en valor la sugestión del poder mediático de los anuncios en “Aprendiendo de Las Vegas”. El profundo arraigo del credo funcionalista del Movimiento Moderno, poco proclive a lo accesorio, ha sido la causa principal del prolongado descrédito de lo decorativo, cuyo valor se redescubre hoy desde diversos ángulos.
Este objetivo del movimiento moderno, por convertir la arquitectura en una disciplina más sincera, en la que los edificios ya no tenían con que disfrazar sus funciones, sino que las hacían visibles, convirtiendo la ciudad y sus edificios en elementos inmediatamente legibles, ha fracasado. Así las serigrafías, las láminas cortadas a láser, los tubos de vidrio, las mallas de colores, las pantallas perforadas o los revestimientos cerámicos, junto con la alta tecnología de la imagen, pantallas de leds gestionadas por procesadores informáticos son algunos ejemplos del material ornamental contemporáneo. Material que se presenta en composiciones que ocultan la realidad interior del edificio y que introducen en su mascara superficial seducciones mediante las cuales conquistar al observador.
Las ciudades que habitamos, nos guste o no, son cada vez más interactivas, más privadas, más opacas y por tanto, cada vez más comercializadas. Debido al descubrimiento de nuevas y más baratas tecnologías y el deseo de las empresas de identificarse a través de sus edificios, el avance y mayor presencia de fachadas mediáticas en las ciudades es eminente, y evidente ya en ciudades como Tokio.
Al igual que la tendencia que se denominó “nuevo barroco”, una mezcla de ambientes minimalistas con muebles profusamente decorados que tuvo una gran aceptación, provino del mundo de la moda, han sido las marcas de la alta costura las que más fuertemente han apostado por esta postura en la capital japonesa, una ciudad en la que confluyen, el paradigma de la sociedad de consumo con una tradición tecnológica que ha permitido dar respuesta a estas propuestas arquitectónicas.
Así en la zona comercial de Omotesando, probablemente el barrio con mayor concentración de tiendas de moda de alta costura del mundo, los arquitectos suizos Herzog & de Meuron levantaron entre los años 2000 y 2003 la tienda oficial de la marca Prada en Tokio, que con su envolvente continua de abombados vidrios que no disciernen entre fachada y cubierta, centraba todos sus esfuerzos estilísticos en una piel de una elegancia expresiva extrema. Durante el mismo periodo dos estudios japoneses de reconocido prestigio internacional se sumaban a esta tendencia. Por un lado Toyo Ito finalizaba en el año 2002 su edificio para la marca Tod´s también en Omotesando, donde su expresiva estructura, basada en un patrón gráfico de siluetas arbóreas amontonadas, conquista la fachada para presentar el edificio en una difícil balanza entre un volumen rotundo y una nueva dimensión superficial, que lo desfigura al absorber el papel del actor protagonista. Por otro lado un año más tarde, y desde premisas antitéticas, los también japoneses SANAA, Kazuyo Sejima y Ryeu Nishizawa finalizaban el edificio que la marca Christian Dior quería convertir en su buque insignia en Omotesando. La fachada se envuelve en un vidrio tecnológico transparente, matizado con pantallas curvas semitransparentes que se relacionan en palabras de los arquitectos con “la intencionada elegancia de Dior”.